Dedicatoria:
A mis hijos María Cristina y Carlos Horacio, con todo el cariño de su padre, andariego empedernido y enamorado de la Naturaleza. También lo dedico a mis discípulos geógrafos, antropólogos y arqueólogos, algunos de los cuales, insistentemente, me "exigieron" redactar estas notas a pesar de mi renuencia.
Fig. 1. Mis hijos en foto tomada en nuestra casa de la Villa de la Universidad Católica, Quilín, calle Uno Norte hacia el año 1982 (?).
El por qué de este capítulo.
Numerosos políticos, literatos u hombres ilustres suelen, al acercarse a su ocaso, redactar sus "Memorias". A veces, son gruesos volúmenes, plagados de fotografías, documentos y notas. En ellas, suelen estampar para la posteridad sus recuerdos, anécdotas, pensamientos, sueños o ilusiones. Sobre todo, la narración de los hechos concretos en los que les ha tocado actuar directamente. Es a mi entender una manera -aunque tal vez inconfesada- de intentar sobrevivir a la cercana muerte corporal. Una suerte de intento por sobrevivir. Una expresión tácita pero potente de nuestro inmenso anhelo vital por no morir, expresión patente tanto de la caducidad de nuestra vida corporal como de la tenacidad de nuestro espíritu interior o alma la que nos impulsa a pervivir, a superar la muerte, a pesar de nuestra innata fragilidad.
De vez en cuando, algunos de mis colegas de Antropología y/o mis ex-alumnos me han animado (o más bien exigido) a dejar por escrito mis recuerdos. Para ellos, mi vida, tan llena de sorprendentes cambios, constituía un buen motivo para ser descrita. Vida llena de altibajos y extrañas paradojas. Siempre me resistí a ello, argumentando mi falta de tiempo o exceso de trabajo. Hoy, a mis 93 años, no tengo ya esa excusa algo pueril, pues el tiempo ahora me sobra.
Agradezco a aquellos colegas de Antofagasta e Iquique que me animaron a estampar por escrito los recuerdos de mi tan extraña y azarosa vida. Estos recuerdos, además, están destinados, igualmente, a ser leídos por mis hijos y nietos (y futuros biznietos, si los hubiere) y estimo pueden servir para comprender una vocación científica nacida en el seno de una familia tradicionalmente dedicada a las labores agrícolas y al campo. Todos mis antepasados Larrain han sido agricultores o, en las lejanas tierras vascongadas, labriegos. Algunos, como mi bisabuelo José Patricio Larrain Gandarillas, fueron eminentes en su campo y descollaron por sus realizaciones y proezas.
Tal vez, creo yo hoy, el amor a la ciencia histórica y a la antropología me viene más bien como herencia por la rama familiar Barros, el legado de mi madre Inés Barros Casanueva. Tal vez, se pueda rastrear allí algunas migajas de la herencia cultural de mi tatarabuelo materno, el gran humanista venezolano don Andrés Bello López. Tal vez...
Estas notas desordenadas no son propiamente mis "Memorias", ni pretenden serlo. Éstas, han quedado ya, a mi entender, desparramadas en mis numerosos "Diarios de Campo", donde he ido refiriendo, año a año y mes a mes, en detalle, mis andanzas, mis expediciones, mis hallazgos, pero también mis reflexiones, mis temores, mis cuitas y mis esperanzas. Son a la fecha (agosto de 2022) ciento seis Cuadernos del recuerdo, en los que cada expedición, cada observación, cada contacto importante, cada vivencia digna de recordación, o cada reflexión nuestra, quedó fielmente anotada en forma manuscrita para la posteridad. Estampo allí, también, a menudo, reflexiones sobre el acontecer nacional o internacional de alguna importancia antropológica, histórica o geográfica. Máxime hoy, cuando mi edad ya no me permite expedicionar -como antes lo hacía- en busca de especímenes de entomología o arqueología, mis dos grandes amores de toda la vida.
¿Para quién escribo?. Para quienquiera desee conocer aspectos de detalle de nuestra extraña y azarosa vida. Cuadernos que se hallan hoy en mi poder en mi casa en Las Canteras, El Portezuelo, Región Metropolitana), pero que, según nuestro deseo expresado a mi albacea, el entomólogo Alfredo Ugarte Peña, deberían quedar un día depositados en el Museo Nacional de Historia Natural, junto a algunas de nuestras Colecciones antropológicas y/o cassettes grabados, recogidos en los pueblos aymaras o atacameños entre los años 1973 y 2016.
Intentaré seguir un cierto orden cronológico, hasta donde mi memoria sea capaz de conducirme.
Mis primeros recuerdos de mi interés por la Naturaleza y sus producciones.
Tengo vagos y borrosos recuerdos del fundo de Ranquilhue (Pumanque, VI Región) y de sus cacerías de conejos. Nos remontamos a los años 1936-38. Tal vez un poco antes. Luego, el fundo "El Bramadero" en la Comuna de San Clemente, no lejos de Talca (VII Región). Alojábamos en un pequeño hotel en la ciudad de Talca. Recuerdo mi sorpresa, al abrir un día por curiosidad uno de los cajones de los muebles de la habitación que ocupábamos, al hallar centenares de estampillas de correos de Chile: mi primer tesoro que guardé celosamente por largos años. Pienso que fue el germen de mi futura Colección de Sellos que mi padre me alentaba. Un día, años más tarde, mi padre me llevó a visitar a mi tío Hernán Larrain Cotapos quien tenía una preciosa colección de estampillas de Chile. Como recuerdo de esta visita, mi tío me regaló varios ejemplares de las primeras ediciones de sellos chilenos, impresas en Londres, con la estampa de Cristóbal Colón. Tendría yo por entonces unos doce o trece años. Aquí, tal vez, nace o se nutre -no lo sé bien- mi primer rasgo de "coleccionista" en mi vida, afición que mi padre siempre me fomentó y apoyó con entusiasmo.
Desde la ciudad de Talca, seguíamos en vehículo al fundo "El Bramadero" en la actual Comuna de San Clemente. Me llamaba la atención el color tan oscuro del paisaje de los "trumaos" o tierras de origen volcánico, que levantaban tanto polvo y tan fino que todo lo impregnaba. ¿Por qué esta tierra era diferente de otras?. Tal vez lo pregunté y no se me supo responder entonces.
Nuestra vida en el campo de Chimbarongo.
Fig. 2. Mis padres, Inés y Horacio en su casa de La Leonera. (Foto de mi hermano Eugenio Larrain Barros hacia 1950?).
Algo más tarde, vienen a mi retina mis estadías en Chimbarongo, Provincia de Colchagua, (VI Región). Mi padre, ingeniero agrónomo titulado en la Universidad Católica hacia 1924 ó 1925, solía arrendar propiedades agrícolas por algunos años, las que trabajaba activamente. De su usufructo y explotación vivía su familia, la que iba lentamente creciendo. María Inés, mi hermana mayor nació en 1927. Yo, el segundo hijo, nacía en marzo del año 1929; en 1931, llega a la familia el tercer hijo, mi hermano Andrés. Un par de años más tarde, mi hermano Eugenio. Por entonces, mis padres no tenían aún casa propia y vivían allegados en la casa del abuelo Bernardo Larrain Alcalde, en la calle de las Agustinas, casi esquina con Brasil.
Del fundo "Santa Teresa", situado algo al noroeste y muy cerca de la localidad de Chimbarongo (VI Región) conservo muchos y curiosos recuerdos. Este campo había sido comprado a medias entre mi abuelo Alfredo Barros Errázuriz y mi padre hacia el año 1936. Fue su primer campo propio. Allí invirtió mi padre buena parte de la herencia recibida a la muerte de mi abuelo Bernardo Larrain Alcalde, acaecida en septiembre del año 1934. Allí, los paseos frecuentes de la mano de la "Tataíta", nuestra nana, eran hasta la línea del tren, para ver pasar este coloso ruidoso, cargado de interminables vagones de carga; o la vista de los potreros cubiertos de yuyos en flor amarilla; o, tal vez, las mariposas blancas o amarillas que pululaban de flor en flor. Nuestra nana, Rosa Hernández Martel, bautizada por nosotros como la "Tataita", era nuestra adorada nodriza y cuidadora. De la mano de ella avanzábamos por la avenida circundada de elevados álamos, para ir a ver pasar el tren. Era ésta, sin duda alguna, la máxima entretención del día.
Fig. 3. Mi padre (derecha) en su ancianidad. acompañado de nuestra fiel empleada, la Tataíta", nuestra nana, en el jardín de su casa en calle Suecia. (foto H. Larraín, hacia 1984).
Arrellenados en medio del pasto del potrero, "mama Rosa", la "Tataíta", nos enseñaba a masticar los brotes tiernos del yuyo que cubría los potreros y a hacer con los largos tallos florales de una maleza, pequeñas sillitas en miniatura, para nosotros pequeñas obras de arte que mostrábamos orgullosos a nuestra madre. O nos contaba, con lujo de detalles, terroríficos cuentos del caballero sarraceno "Fierabrás", el gigante que combatió a Roldán, finalmente convertido al Cristianismo y que había sido el terror de los españoles. O las historias del mítico héroe francés Carlos Martel y su épica victoria en Roncesvalles contra los moros. Nos mostraba un libro -lo recuerdo vivamente hasta hoy- que dejaba ver espantables figuras de guerreros a color, con formidables armaduras, sus lanzas y poderosos escudos. Mama Rosa era un inagotable pozo de anécdotas y cuentos. Muchos años más tarde, hacia 1982 u 84, tuve la genial ocurrencia de grabar su voz en un cassette con sus curiosos relatos y cuentos de aparecidos en la laguna de Aculeo, de donde ella era oriunda. Cassette que conservo hasta hoy con el aroma de su grato recuerdo y cariño. Para ella fui yo siempre "Horacito", el niño que llegara ella a criar en el curso del año 1929, desde su tierra de Aculeo, la que volvería a visitar muy de vez en cuando.
En las mañanas, gustaba yo muchísimo de ir a acompañar y ver trabajar al maestro Villanueva, en la carpintería del fundo. Pasaba horas allí, mirando, aprendiendo, preguntando... El, con paciencia infinita, me indicaba el nombre de cada herramienta de su taller y me enseñaba a distinguir los diferentes tipos de madera pulida: coigüe, lingue, ciprés, álamo, roble, raulí, araucaria. Me llamaba mucho la atención tanto la diferente textura y coloración de la madera, así como su diferente olor. Sobre todo esto último. ¿Por qué tenían diferente olor?. ¿Por qué unas maderas eran más duras o resistentes que otras?. Allí se hacían las ruedas de carretas y carretones, las cubas para guardar el vino en la bodega, se arreglaban los muebles y las sillas de la casa o las cajas de embalaje. El Maestro Villanueva hacía de todo para las variadas necesidades del fundo. Infatigable con el serrucho, el cepillo, el formón, la gubia, o la garlopa. No existían las herramientas eléctricas por entonces, al menos no las había allí en su carpintería. Para mí, un niño de siete u ocho años, él era un sabio, un gigante. Llegaba al trabajo envuelto en su gruesa manta por las mañanas. Me parece verlo llegar todavía tiritando de frío...
Curiosamente, me extrañaba el fuerte olor a sudor que exhalaba de su cuerpo al cabo de horas de trabajo, circunstancia que prudentemente nunca comenté a nadie. Extrañamente, hasta hoy me parece percibir por momentos dicho penetrante "aroma". Es muy curioso: ¿por qué los olores los recordamos con tan increíble persistencia y tenacidad?. ¡Y de esto hace ya 85 años!.
La carpintería del maestro Villanueva se alzaba al lado de un gran canal de riego. Recuerdo que muy cerca, por un costado del puente, se podía bajar hasta la orilla del canal a sacar agua. Pero para mí, lo más atractivo al acercarme al agua que corría mansamente, era observar la gran variedad de colores de las piedrecillas del fondo. ¿Por qué había colores tan distintos?. Nunca supe por entonces el porqué. Me gustaba recoger esas piedrecillas de diferentes tonos y conservarlas en un frasco o un plato con agua por semanas: me extasiaba mirando ese mundo multicolor que variaba al remover el frasco como si fuese un caleidoscopio. Sentía una extraña sensación al hacerlo y un anhelo de conservarlas para siempre...
Recuerdo, igualmente, el fuerte y pestilente olor que exhalaba el cáñamo que mi padre cosechaba en un potrero y que se ponía a podrir por semanas en largos manojos, sumergidos en enormes fosos con agua, para obtener el preciado producto, muy solicitado por entonces en el comercio: el cáñamo. Los sacos para guardar toda clase de productos o semillas, se hacían de cáñamo. No existía en aquellos venturosos años, el plástico...¡Hoy, creo, estaría prohibido y sería penado plantar cáñamo!. En aquella época, nadie hablaba de esa cualidad psicotrópica de las hojas y tallos del cáñamo (Cannabis sativa). Este fuerte olor que exhalaban los manojos de cáñamo sumergidos en el agua, olor pútrido y nauseabundo, aún lo conservo muy vivo en mi memoria. Era un olor muy fuerte y desagradable... Me sorprende todavía hoy esta esta capacidad de la memoria olfativa de los olores!..
Con mi padre y mis hermanos Inés y Andrés solíamos salir a caballo por los alrededores. Subíamos hasta los cerros donde había una extraña formación de rocas enormes, unas montadas sobre otras. ¿Cómo llegaron hasta aquí?. Mi padre -lo recuerdo bien- solía comentar que allí, aprovechando las enormes rocas superpuestas que parecían formar un resguardo, anhelaba hacer una gruta de veneración dedicada a la Virgen de Lourdes, de quien era particularmente devoto. Nunca supe si se instaló finalmente allí, por su intermedio, entre esas enormes rocas, las imágenes de bulto de la Virgen María y de Bernardita Soubirous, la pastora vidente francesa. Nunca más he podido volver a visitar este curioso lugar que entonces me impresionaba tan profundamente por el tamaño de esas rocas. ¿De dónde salieron?.¿Cómo se montaron unas sobre otras? ¿Qué fuerzas se desencadenaron aquí?.
Por cierto, yo no me hacía estas preguntas formalmente, pero al parecer "latían" en el fondo del corazón.
Recuerdo con espanto, estando de vacaciones en Chimbarongo, los remezones del terremoto del 24 de Enero de 1939. Estábamos en la casa de adobes del fundo, la que se remecía como un piragua en las agitadas aguas de un torrente. Yo estaba por cumplir mis 10 años. Algunas partes de la casa y bodegas se cayeron entonces, con estruendo. Pero mi recuerdo sólo se fija hoy tan solo en la expresión de terror de mi madre y de nuestra mama Rosa, las que, de rodillas, clamaban e imploraban a Dios a voz en cuello: ¡"misericordia, Señor, misericordia"!, sin atinar siquiera a refugiarse o a refugiarnos a nosotros, los cuatro niños, en algún sitio seguro. "Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío", escuchábamos repetidamente de labios de nuestra madre. ¡Largos segundos que parecían no parar nunca!. En los días siguientes, recuerdo que nos asomábamos a la carretera para ver desfilar las hileras de camiones del ejército enviados con ayuda para los damnificados de la ciudad de Chillán. Este terremoto, uno de los más potentes en la historia de Chile, alcanzó el grado 8.3 de la escala de Richter y afectó particularmente la zona de Chillán, su epicentro, distante unos 251 km de nuestra casa, y provocó, según se dice, cerca de 35.000 muertos. Nunca se supo el número real de fallecidos. Mi padre despachó desde el fundo un par de camiones cargados con ayuda: colchones, frazadas, agua y sacos llenos de alimentos varios, enviados al obispo de la ciudad, quien era en su época nada menos que su hermano mayor, Monseñor Jorge Larrain Cotapos. La antigua catedral se derrumbó, así como gran parte de la ciudad. Recuerdo que durante esos días, este fenómeno telúrico y sus efectos catastróficos, era el único tema de conversación en nuestra casa.
Otro vivo recuerdo que conservo de nuestras estancias en Chimbarongo tiene que ver con una situación bastante insólita. Pasábamos entonces mucho rato en la cocina, junto a nuestra nana Rosa y otras empleadas. Yo veía que para lavar y refregar los platos, ollas o pailas de cobre, usaban nuestras nanas de una tierra sumamente fina, algo blanquizca, que guardaban celosamente en cajones de madera. ¿De qué se trataba?. Nos explicaban que eran cenizas recogidas hacía algunos años en las cercanías, con motivo de una enorme erupción del volcán más cercano, el "Descabezado Grande", que provocara una intensa lluvia de finas cenizas [se trata de cineritas o cenizas piroclásticas] durante un gigantesca erupción que llegó a cubrir una amplísima zona aledaña. Esta ceniza, semejante al sapolio, era muy usada en casa como un excelente abrasivo. Hoy sabemos con certeza que dicha erupción cinerítica ocurrió el día 2 de Junio del año 1932, es decir un poco menos de siete años antes del terremoto de 1939.
Recuerdo también hoy, con horror, la operación del corte de orejas de nuestros perros nuevos con un cuchillo afilado a manos de uno de nuestros empleados. Operación muy dolorosa que se conoce hoy como "otectomía". Me horrorizaba ver esa tan cruel masacre y no solo evitaba asistir a ese espectáculo horrible -que creo alcancé a ver solo una vez- sino que no perdoné al empleado culpable del hecho: quien para mí era un vulgar asesino. Me acuerdo haber preguntado con horror a mi padre el porqué se hacía tal horrenda operación... No recuerdo ahora su respuesta.
Igualmente viene a mi memoria la presencia de un extraño aparato en la cocina cuya finalidad era destilar agua de la que todos bebíamos. Este aparato me llamaba mucho la atención. ¿Cómo funcionaba?. No teníamos agua potable en casa. El aparato de marras era un gran filtro de color blanquizco, conformado por un cuenco de piedra porosa que retenía todas las impurezas y entregaba, gota a gota, el agua purificada. El agua resultante era limpia, pero con cierto saborcillo a tierra. Tanto me llamaba la atención, que aún recuerdo muy bien su aspecto y su tamaño, como si lo estuviera viendo.
El último vivo recuerdo que tengo de nuestra estadía en el fundo de Chimbarongo dice relación con mis miedos nocturnos. Nuestra mama Rosa -como solían hacerlo muchas nanas de entonces- nos había metido muchos miedos por la presencia del "Cuco" que se aparecía en la noche a castigar a los niños que se portaban mal. Era éste el procedimiento corriente para hacernos entrar en razón cuando porfíábamos o hacíamos alguna maldad. Tanto era el susto que yo experimentaba al andar de noche, a oscuras, que un día mi padre, se preocupó de veras, y agarrándome fuertemente de la mano me condujo obligado de noche a recorrer, varias veces, arriba y abajo, caminando todo lo largo del hermoso parrón. Me quiso de este modo dar una buena lección que no olvidaría. Me decía: "no hay ningún Cuco, es un puro invento de la "Tataíta" (así llamábamos a nuestra Nana Rosa). Tendría yo por entonces unos seis o siete años. ¡Nunca olvidé esos terribles momentos vividos aquella noche!. Pero así, logré superar mis miedos.
Algo que también recuerdo es la lenta preparación del dulce de membrillo, en enormes pailas de cobre puestas al fuego. Nuestra tarea, propia de los hermanos mayores, era revolver incansablemente el espeso líquido, para que no se pegara al fondo. No puedo olvidar esas horas, pasadas junto al fuego, al cuidado de nuestra nana Rosa...
Recuerdos de La Leonera. (Precordillera de Graneros, VI Región).
Hacia 1940, mi padre compró unas parcelas que habían formado parte de una antigua gran hacienda, que perteneciera durante el periodo colonial a la Orden de la Compañía de Jesús. Hasta hoy existe una hermosa y pequeña capilla barroca, en el sector que lleva precisamente ese nombre: "La Compañía" en su recuerdo, a corta distancia de la localidad de Graneros. Poco después, mi padre vendió o cedió algunas de las parcelas a dos de mis tíos Barros, José y Rosa, quienes al igual que mi padre edificaron sencillas casas de adobes donde pasar temporadas de descanso con su familia, en especial en época de vacaciones de verano.
Mis recuerdos me llevan a una enorme rueda que recibía el agua de un canal, giraba pausadamente y nos suministraba la electricidad. Era un molino que en su incesante movimiento producido por el chorro de agua que caía desde lo alto, nos daba por las noches una luz parpadeante, insegura. Su única finalidad era darnos luz a nosotros y a un pequeño taller anexo. Mi curiosidad me llevaba a observar por largo rato el lento y pausado movimiento del molino que nos producía esa luz insegura y vacilante. Nunca entendí bien por qué ocurría esto, hasta mucho más tarde cuando tuve que enseñar nociones elementales de Física en el colegio San Ignacio.
En La Leonera mi padre no permitía que pasáramos ociosos durante los largos veranos. Siempre nos tenía trabajos a la mano ("tareas") las que teníamos que cumplir religiosamente. Recuerdo, por ejemplo, los sacos de porotos o lentejas que había que limpiar, descartando las semillas malas, vanas o mal formadas. O los choclos que teníamos que desgranar para las gallinas, los patos y los gansos. las papas nuevas que debíamos depositar con cuidado, sobre un cama de arena, bajo la casa...Recuerdo, igualmente, el riego de las plántulas de eucaliptus, de apenas unos 15-20 cm de alto, encargadas por centenares, que mi padre preparaba para plantar a la orilla del río; entretenida tarea en que participábamos por igual los hombres y mujeres de la familia...Nadie se escapaba.
Nos enseñaba que esto era para crear barreras de contención contra las posibles inundaciones del río Codegua y/o para tener siempre a la mano madera de eucaliptus para hacer postes de alambrado, represas o "pies de cabra" para controlar las crecidas del río y evitar su salida. Este, en ocasiones, venía grueso de aguas del deshielo de la cordillera y era de temer. Con el tiempo, estos eucaliptus crecían y engrosaban sus troncos, formando una formidable barrera a sus temidas inundaciones.
Los paseos a caballo a la cordillera, desde nuestras casas era otro pasatiempo favorito. Cada uno de nosotros, los mayores, teníamos un caballo, montura y aperos propios. Cada caballo tenía su nombre propio. Hacíamos agradables paseos a "Las Marcas" lugar donde había unas pequeñas pozas de agua caliente que surgían junto al río, o a "Los Corrales de Piedra", sitio donde se recogía y marcaba el ganado de vacunos o caballares enviados a pastar durante las "veranadas" a los cerros por varios meses. A fines del otoño, antes de las temidas nevazones, un pequeño grupo de arrieros bajaba arreando el ganado, y allí, en los corrales, se contaba, examinaba y se marcaba a fuego los animales que no tenían la marca del dueño. Esta operación, que vi hacer varias veces, me horrorizaba por lo cruenta. En una de estas excursiones a caballo, de mayor envergadura, llegamos con mi padre y mis hermanos hasta Caletones y visitamos la mina de cobre de El Teniente, donde nos atendió el Dr. Enrique Hrdalo, casado con nuestra prima Carmen Larrain Errázuriz, quien por entonces era el médico-jefe del hospital de la minera en Sewell.
No tengo el menor recuerdo de haber visto montar alguna vez a mi madre, Inés. La razón ahora la comprendo, pues mi pobre mamá que llego a tener un total de 12 hijos (diez vivos) pasaba la mayor parte del tiempo "esperando familia" y el hecho de montar a caballo era totalmente contraindicado para su estado. Mi madre era aficionada a dar pequeños paseos al río o por los alrededores a recoger moras a la orilla de los caminos, con nuestras empleadas, tarea que gustaba mucho de hacer pues había que preparar mermeladas y dulces para la numerosa prole. Recoger los frutos de la mora, de los duraznos, damascos o membrillos era tarea de todos: hijos y empleadas. Mi padre, al efecto, había plantado en el bajo de la parcela una huerta de diversos frutales, sobre todo, variedades de duraznos y, a la orilla de los canales de riego, membrillos.
En el campo de mi padre este contacto diario con la naturaleza a través de mis propias vivencias y las excursiones frecuentes con los hijos de nuestros inquilinos que eran nuestros amigos de infancia, sin duda alguna fue un argumento para elegir, llegado el momento, mi total dedicación a la observación de la naturaleza. En mi propio caso, la actividad humana como expresión de su contacto vivo con la naturaleza circundante, construye la "morada" total del hombre. De aquí brotaría, supongo, con el correr del tiempo, mi actual concepción de una eco-antropología campo de estudio que yo considero una disciplina propia o, al menos, una subdisciplina particular de la Antropología. Aquí, pienso hoy día, se pueda encontrar, en forma muy embrionaria, un atisbo de lo que sería más tarde, a partir del año 2006, mi blog científico https://eco-antropologia.blogspot.com Blog que hasta hoy llevo con dedicación y paciencia infinita.
Reflexiones científicas durante mis estudios religiosos.
Mi ingreso al Noviciado de los jesuítas en Estación Marruecos, un día 8 de junio del año 1944, marcó un hito decisivo en mi vida adulta hasta los 35 años. No es del caso tratar de profundizar aquí sobre las motivaciones que me indujeron a abrazar la vida religiosa, a una tan temprana edad (quince años). Mi contacto con el sacerdote jesuíta Alberto Hurtado Cruchaga, mi "padre espiritual" en el colegio, la lectura de sus obras de fuerte contenido social y la visita de los días domingos a la parroquia de Jesús Obrero, ubicada en pleno barrio obrero, me pusieron en contacto directo con la triste realidad social de Chile: las poblaciones obreras, los campamentos y sus terribles carencias. El P. Hurtado estaba en aquel entonces (1942-43) a punto de fundar el "Hogar de Cristo", institución benéfica destinada a albergar a los vagabundos y menesterosos de la ciudad que la sociedad chilena no sabía acoger y protegiéndolos, dándoles techo y abrigo, especialmente en los duros meses de invierno. La calle era su única morada, y su compañía, algunos infaltables quiltros. El P. Hurtado supo infundirnos no solo piedad por ellos, sino un profundo sentido de responsabilidad social, ante su estado de postración y abandono. Mi vocación religiosa, en aquellos años, surgió como respuesta personal ante la necesidad de ayudar a esa humanidad doliente, abandonada de la sociedad. El argumento base del P. Hurtado partía siempre de la pregunta: ¿"qué haría Cristo en mi lugar"?.
Fig. 4. El Padre Alberto Hurtado S.J., hacia el año 1945-46. Hoy santo de la iglesia católica, canonizado en Roma por el Papa Benedito XVI el año en el año 2005. Fue un personaje decisivo en mi vida juvenil, pues a él debo mi primera vocación de jesuíta, inculcada en el colegio San Ignacio y los valores cristianos, los que he tratado de plasmar en mi vida adulta.
El nacimiento de mi vocación antropológica.
Los primeros atisbos sobre mi futura inclinación a la arqueología me conducen a mis años de Juniorado entre los jesuitas (hacia 1948-49). Pasábamos las vacaciones de verano en la casa de campo de la Leonera, cuy terreno mi padre había cedido gratuitamente a los jesuitas. Un buen día alguien llegó con la noticia de un descubrimiento, hecho casualmente al arar un potrero cercano, donde afloraron los restos de una antigua vasija de greda indígena junto a restos humanos. El ayudante del maestro de novicios delegó entonces el "estudio" de estos restos a mi primo jesuita Juan Ochagavía Larrain, mi compañero de noviciado. Internamente eso me dolió mucho y me sentí postergado....¿Por qué lo comisionaban a él y no a mí? Ese descubrimiento me intrigó vivamente, pues me hablaba de un antiguo poblamiento indígena en esta área precordillerana. Recuerdo que Juan intentó pegar los fragmentos de la vasija mediante un pegamento llamado "neoprén", tarea que pudo cumplir medianamente. Me sentí relegado, a pesar de que no había razón alguna para que se me confiara a mí esa delicada tarea de restauración. Nunca más supe de la mentada vasija, pero el hecho me quedó profundamente grabado: sentí internamente que yo debía haber participado de ese trabajo, pues fue descubierta en tierras que habían pertenecido a mi padre. Pero yo era por entonces un chiquillo muy joven, de solo unos 17 o 18 años, totalmente inexperto. Juan, en cambio, era al menos 2 o 3 años mayor que yo, y, por lo tanto, de "mayor experiencia". No sospechaba entonces los valiosos descubrimientos arqueológicos que yo mismo realizaría muy cerca de allí, muchos años después, hacia 1985, en el estero de Las Ñipas: un paradero de cazadores-recolectores andinos y sus restos en un antiguo fogón.
Tengo hoy la certeza de que mi interés por las ciencias naturales y la biología resurgió, muy vivo, durante mis estudios de filosofía en San Miguel, República Argentina. Allí tuvimos clases de metafísica con el padre Ismael Quiles, reconocido filósofo tomista en Argentina y de Psicología y Teodicea con el P. Enrique Pita. Pero estas materias, tan abstrusas y lejanas, no me atrajeron mayormente; en cambio, nuestro profesor de Antropología, un joven jesuita de apellido Beltrán, nos enseñaba en forma muy gráfica los inicios históricos de la Genética y la Paleontología y sus grandes precursores. Me acuerdo bien de la impresión que me produjo el examen de la trayectoria científica del sacerdote y genetista alemán, Gregor Mendel (1822-1884) y la manera cómo logró probar las reglas que regulan la herencia en 1865. Los gráficos explicativos que nos hacía el P. Beltrán han quedado bien grabados en mi memoria. Aún conservo el viejo cuaderno en que yo anotaba cuidadosamente sus clases que él preparaba muy acuciosamente y yo transcribía con lápices a colores. La genética y más aún la paleontología, me atrajeron profundamente.
Durante el período de mi magisterio en el colegio San Ignacio de Santiago, (1952-1954) los jesuítas me encomendaron la enseñanza de las ciencias naturales: botánica y zoología. ¿Por qué?. Sin duda alguna porque yo ya manifestaba claramente inclinación por este tipo de estudios desde mis años de filosofía, influido ya poderosamente por el contacto frecuente con especialistas en el campo de la botánica y de la zoología. En este momento aparecen en mi vida, por vez primera, el entomólogo Luis Peña Guzmán, y los sacerdotes de la Congregación del Verbo Divino los padres Teodoro Drathen (botánico), Guillermo Kuschel (zoólogo y entomólogo). Igualmente, el botánico Hugo Gunckel. Debo citar también aquí, para ser justo, al jesuita austríaco padre Franz Gun Bayer S.J., conocido por sus estudios sobre sismología. Gun Bayer, en aquellos años (1952-1954), era profesor en el colegio, y fue él quien me invitara, con porfiada insistencia, a asistir a las reuniones periódicas que sostenían en Santiago algunas sociedades científicas de la época. Insistencia que hoy agradezco infinitamente y que me abrió un amplio horizonte, totalmente desconocido para mí hasta entonces. Tuve así la ocasión de escuchar las exposiciones del P. Martín Gusinde SVD (1886-1969), mundialmente reconocido antropólogo y etnólogo austríaco, gran estudioso de los indígenas del extremo sur de América (fueguinos), del botánico padre Teodoro Drathen SVD y del médico y antropólogo físico letón Alejandro Lipschutz (1883-1980), además de conocidos zoólogos como el médico pediatra don Emilio Ureta Rojas (1907-1959), especialista en lepidópteros y que fuera por años encargado ad honorem de la sección de Entomología del Museo de Historia Natural de Santiago, además de Luis E. Peña Guzmán, (1921-1995) entomólogo y ecólogo, especialista en la familia de los coleópteros Tenebrionidae. Mi asistencia a estas exposiciones científicas y el contacto directo con algunos de estos investigadores, ejerció, sin duda, una enorme influencia en mi futuro como investigador. Aprendí a tomar conciencia de la multiplicidad de las ciencias que se refieren al estudio del hombre y de la naturaleza y la necesidad de mantener una mente amplia y muy abierta ante los descubrimientos en las ciencias naturales. En el colegio San Ignacio, a mi llegada como profesor, fui encargado de mantener y actualizar dos museos que el colegio poseía para uso exclusivo de sus alumnos: el de ciencias naturales y el de química. Pasaba yo muchas horas ordenando, clasificando y preparando los materiales para mis clases. Gustaba yo de hacer mis clases en la sala del mismo Museo, lo que motivaba muchísimo a mis alumnos. Recuerdo bien los enormes ejemplares didácticos de insectos, aves y crustáceos de gran tamaño que el colegio poseía y había importado desde Alemania con fines pedagógicos. Cada una de sus partes (alas, patas, antenas...) se podía extraer para mostrar. Libros de texto obligados de enseñanza de estas materias eran por entonces las obras de Silva Figuera y del propio padre jesuita chileno Guillermo Ebel, en biología. Sus ilustraciones en blanco y negro eran de pésima calidad y hoy día casi nos causan risa.
Recuerdos de Ultramar.
Conservo hasta hoy un viejísimo cuaderno con mis reflexiones y comentarios de mi viaje a Europa, a partir de septiembre del año 1955. Lo rotulé: "Recuerdos de Ultramar". Hoy lleva el nombre de Tomo I (1955-1964) de mis Cuadernos de Campo, y recoge mis impresiones de viaje en barco a Europa y mis visitas primeras efectuadas en Alemania y Austria acompañado de mi primo el jesuíta Hernán Larrain Acuña quien en ese tiempo estaba terminando sus estudios de doctorado en filosofía en München, Austria. Hernán fue mi gran apoyo a mi llegada, cuando yo no sabía casi nada del idioma alemán que entonces estaba recién aprendiendo. En dicho cuaderno, hago algunas reflexiones personales sobre los museos que pude visitar, tanto en Uruguay como en Alemania y Austria a mi llegada a Europa. Tal hecho demostraba ya entonces mi enorme interés y curiosidad por visitar los museos y sus colecciones. Estampo aquí un par de pensamientos míos a la fecha:
"Museo oceanográfico (de Montevideo). Lo visité con Castells (jesuita uruguayo, antiguo compañero mío de filosofía). Pequeño pero interesante. Ubicado en antiguo salón de baile, junto al mar. Interesante colección de moluscos, celenterados, crustáceos, etc. Diversos animales marinos y aves. La idea me parece reveladora: pues comprende toda una fauna encerrada dentro de un mismo ambiente.. Así se podría hacer en cualquier museo, diferentes secciones: marítima, cordillerana, desértica, fluvial, bosques, valles. Es interesante pues es evidente que tienen que poseer características de adaptación semejantes, para sobrevivir en un mismo medio. Lo mismo se puede hacer respecto a los insectos: insectos de la alta cordillera, de agua, de bosques, etc." (Cf. tomo I-A, pg. 1).
Otra señal de este mi incipiente interés museológico queda reflejada en la visita efectuada al Deutsches Museum en München, Alemania, en el mes de marzo del año 1956. Copio mis impresiones personales de esa visita en un par de páginas del original:
Fig. 5,6,7,y 8 Fragmentos varios de mi Diario de Campo vol 1.
Puedo entrever, a través de estos escuetos apuntes de mi visita, un probable "embrión" de mi futuro interés y entusiasmo por el trabajo en Museos, lo que traté de poner por obra más tarde en la Universidad del Norte, en Antofagasta, entre los años 1963 y comienzos de 1965.
Estudiando la teología en Frakfurt a. Main.
En el año 1955 inicié mis estudios de teología en la casa de estudios de los jesuitas alemanes, ubicada en la ciudad de Frankfurt, en calle Kaulbachstrasse 130A. Ese invierno del año 1955 fue particularmente crudo en Alemania. Recuerdo que la temperatura llegó a descender hasta a unos -40º C y que el cauce de río Main estaba totalmente congelado, tanto que nos dábamos el lujo de golpear los costados de los barcos que habían quedado allí atrapados en el hielo invernal. Atravesar ese río de lado a lado, a pie enjuto, fue toda una rica experiencia que entonces disfruté muchísimo.
Una de las primeras cosas que hice a mi llegada a Alemania fue suscribirme a la revista científica "Kosmos", cuyos ejemplares mensuales devoraba, diccionario en mano. Igualmente, compré en el año 1960, durante mis estudios de teología, un ejemplar del famoso diccionario "Kosmos-Lexikon der Naturwissenschaften", editado en dos tomos por la Kosmos Gesellschaft der Naturfreunde, (Stuttgart 1953), obra que hasta el presente suelo consultar y que me ha sido sumamente útil en mi vida académica.
En ese tiempo -lo recuerdo bien- procuraba colectar, a hurtadillas, algunos insectos que casualmente encontraba en el jardín del filosofado. Me distraía, cuando me paseaba por los amplios jardines del convento rezando el breviario, recogiendo especímenes de coleópteros que encontraba a mi paso en los días cálidos de la primavera: por ejemplo, ejemplares del "Maikafer" (Melolonta vulgaris) hermoso coleóptero de la familia de los Scarabaeidae y algunos otros hermosos Carabidae. Los guardaba y ocultaba luego celosamente en sobrecitos cerrados, con su precisa indicación de lugar y fecha de captura. Eran un futuro obsequio destinado a mi amigo entomólogo chileno, Lucho Peña.
Continuación de mis estudios de teología en Innsbruck, Austria.
En 1956, solicité mi traslado al teologado jesuíta de Innbruck, en Austria. ¿Razón? La vida en Innsbruck en ese duro período de postguerra era aún muy dura. Recuerdo la frugal alimentación en base a papas, chucrut (Sauerkraut), y verduras. Muy rara vez carne o huevos. Por otra parte, el carácter de los alemanes, frío, reservado y distante, hacía muy difícil la convivencia. Casi todos mis compañeros alemanes habían sido soldados en la guerra mundial y conservaban rasgos de personalidad muy duros. Trabé, en cambio, amistad con dos estudiantes cubanos (de apellidos Pérez Lerena y Arvezú) y un simpático brasilero, con quienes podía hablar libre y desembozadamente en castellano. Recuerdo hoy muy poco de mis maestros jesuitas teólogos en Frankfurt, con excepción de nuestro anciano profesor de hebreo, materia ésta que yo opté por reprobar al negarme a memorizar la traducción de un texto determinado. Me resistía yo a estudiar y profundizar en una lengua muerta que, a mi entender, de nada me serviría en mis estudios posteriores y que los alumnos aprobaban apréndiendose determinados textos totalmente de memoria. ¡Fue la única nota negativa (un rojo) recibida en todos mis estudios eclesiásticos!. Pero nunca me arrepentí del hecho...
Una de nuestras pocas entretenciones durante ese crudo invierno, era recorrer, en largas caminatas, los bosques totalmente nevados y observar en los numerosos lagos y lagunas de agua helada a numerosos jóvenes y niños patinando ágilmente en el hielo. ¡Daba gusto verlos hacer toda clase de piruetas y malabares sobre la superficie helada!
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Vuelta a Chile.
Terminada mi Tercera Probación en Paray-le-Monial (Francia), una especie de segundo Noviciado que deben realizar los jesuítas, fui autorizado por el provincial P. Carlos Pomar S.J. a inscribirme en la carrera de biología en Fordham University, casa de estudios superiores de la Compañía de Jesús de los Estados Unidos. Estaba previsto que yo me formara allí en las ciencias naturales como futuro profesor en los colegios jesuitas de Chile. Estando en Nueva York a punto de comenzar mis estudios universitarios, recibo, sin embargo, un repentino mensaje del provincial Pomar en el que me anunciaba que debía regresar de inmediato a Chile, pues se me necesitaba con urgencia como profesor en el colegio San Luis de Antofagasta. Mis planes de doctorarme en biología en Fordham University desaparecían así, bruscamente y como por arte de magia y para siempre. Fue un duro golpe pero, como buen jesuita, yo debía obedecer. Y obedecí aunque adolorido y entristecido... Pero este nuevo e inesperado destino a la postre fue providencial para mí, tal como se verá pronto en el transcurso de esta narrativa.
Regreso a Chile y estadía en Antofagasta.
A mi regreso a Chile desde Nueva York, fui destinado a la Casa de formación de la Compañía en el Colegio Loyola, ubicada en Estación Marruecos (hoy Padre Hurtado), donde se me nombró Ayudante del Maestro de Novicios que, a la sazón, era el Padre Mauricio Riesco Undurraga. El Rector era el P. José Correa Valdés. Cuando yo tenía algún día libre, generalmente los domingos por la tarde, cargaba mi querida mochila austríaca, frascos con cianuro y red de captura y me dirigía hacia los cerros cercanos en busca de insectos. Solitario, pasaba yo horas enfrascado en esa tarea que tanto me fascinaba, revisando el suelo, las flores o el follaje de las plantas. Gozaba yo discurriendo en esas soledades, en contacto vital con la naturaleza. Un buen día, el P. Correa, mi Rector, me llamó y me advirtió con severidad que esa dedicación mía no era compatible con mi vocación religiosa y que debía renunciar a mis excursiones científicas. "Eso no es propio de un religioso", me decía. "Tu vocación jesuita es el apostolado, no andar recogiendo bichos". Yo me defendía aduciendo que bien podría yo compatibilizar mi vocación religiosa con una científica, tal como yo lo había observado en jesuitas científicos o biólogos, como el P. Guillermo Ebel, o en notables historiadores jesuitas, como el P. Walter Hanisch (1916-2001) en Chile o el P. Guillermo Furlong Cardiff (1879-1974) en la Argentina. ¿Por qué no?. Pero creo que, a partir de entonces, una cierta duda sobre mi vocación empezó a incubarse lentamente en mi interior: ¿quiero ser un sacerdote católico o más bien un científico cristiano?. Dudas que se acrecentarán durante mi estancia en la Universidad del Norte, en Antofagasta, a partir del año 1965.
Mis descubrimientos arqueológicos realizados en las cercanías de la ciudad de Antofagasta y el contacto asiduo con el P. Gustavo le Paige, en su flamante Museo arqueológico de San Pedro de Atacama, definieron mi futuro.
En otros capítulos de este mismo Blog, he presentado en detalle nuestros descubrimientos hechos en ese período. Comenzaba para mí, a comienzos del año 1965, una vida nueva, totalmente diferente, llena de expectativas y desafíos. Se abría toda una nueva carrera para mí llena de sorpresas, carrera que me demandaría, a mis 36 años cumplidos, cinco años de estudios antropológicos en México, más 3 años y medio en los Estados Unidos hasta por fin obtener mi doctorado recién en el año 1984, a mis 55 años de edad.