domingo, 24 de agosto de 2008

Un naturalista de excepción: Luis E. Peña Guzmán

Dentro de muy poco, se cumplirán ya trece años del deceso de nuestro amigo entomólogo Luis E. Peña Guzmán. (27/09/1995). Por desgracia, como siempre ocurre con el inexorable paso del tiempo, los años van desdibujando su imagen, royendo poco a poco su egregia figura o echando al olvido las enseñanzas de su potente legado. Pero su casa, erguida en el alto del Portezuelo, camino a Colina, - obra admirada de su entrañable amigo arquitecto Miguel Eyquem -, está allí impertérrita, desafiando el paso del tiempo.

Los árboles del jardín que el plantara, el viejo camper abandonado en un rincón, y las hiedras que trepan por su techumbre, lo recuerdan día a día. Porque su casa-taller está igual como él la dejara, gracias a los desvelos de sus familiares más cercanos, sobre todo de su sobrino entomólogo como él, Alfredo Ugarte Peña. Su recuerdo late aún allí, donde el vivió y donde el murió, rodeado de sus hermanos. Su escritorio, sus laboratorios, su estrecha celda de ermitaño: todo yace igual.

En aquel entonces, en septiembre de 1997, escribí este sentido recuerdo suyo, que hoy estampo nuevamente, para recordar su figura y enaltecer su legado:

Esto escribíamos, al cumplirse exactamente los dos años de su partida:
"Hace ya dos años, un veintisiete de septiembre, nuestro amigo Lucho Peña partía a la Casa del Padre Dios. Duros han sido para sus amigos estos años, sin su constante apoyo y estímulo. Duros, en particular, porque ya nos habíamos acostumbrado a su siempre renovado y enriquecedor diálogo, y a la frescura incomparable de su rica compañía y personalidad. Cuando perdimos al amigo fiel, no pudimos escribir sobre él: estaba demasiada fresca su memoria, y la pluma se nos deslizaba, imprecisa y torpe, entre los dedos, sin poder acuñar las ideas que reflejaran, siquiera débilmente, su rico legado cultural y científico.

Los meses transcurridos han ido borrando muy lentamente el dolor de entonces, y nos obligan hoy, en una forma de imperativo inescapable, a escudriñar su mensaje y a rastrear en su valiosa herencia científica. Las generaciones de jóvenes científicos que hoy producen las Universidades e Instituciones Científicas, tienen mucho que aprender, en mi opinión, de la experiencia de vida de Lucho. Hemos conocido a decenas y decenas de ellos. Admiramos su frenético afán por investigar y escudriñar la realidad que los rodea, su bioma , su biodiversidad, su fisiología, su adaptación al medio ambiente. Admiramos, también, su increíble ingenio para producir “papers”, para cuanta revista c
ientífica pueda imaginarse.

Pero falta en muchos de ellos -es ésta, al menos, mi nítida percepción- esa especie de “aura” o “mística” que rodeaba el accionar y el modo de relacionarse y de actuar de Lucho con sus ayudantes de campo, o con los científicos del mundo entero, que lejos de constituirse en sus posibles “competidores”, pasaban a ser sus amigos entrañables, sus normales confidentes de sus logros y descubrimientos.

Quiero mostrar al Lucho que yo conocí desde el año 1955, cuando recién me iniciaba en la enseñanza de las Ciencias Naturales en el viejo Colegio de San Ignacio, de la calle Alonso Ovalle 1452. Quiero destacar las virtudes del hombre, del hermano, del científico, del sabio. Porque mucho antes que un científico autodidacta, - como algunos han señalado por ahí con cierto desdén- Lucho era un hombre a carta cabal, un “caballero de la Ciencia” que cabalgaba por la existencia dotado de una penetrante sabiduría, no aprendida de los libros o de las separatas científicas, sino de la vida, en contacto real y asiduo con la Naturaleza.

Se ha dicho que Lucho fue uno de los últimos “Naturalistas”, al estilo de un Claudio Gay, de un Philippi, de un Germain, imperecederos investigadores de nuestra flora y fauna. Este epíteto le calza perfectamente. Porque la “Naturaleza” fue su casa, por miles y miles de días de expedición, a bordo de su Camper y en la compañía inseparable de sus fieles ayudantes. Todos ellos fueron arrancados por él de una existencia inconspicua o intrascendente, para convertirse en sus colaboradores más fieles. “Sin él, nada habríamos sido”, proclaman hoy agradecidos. Y Lucho premió su fidelidad y constancia, bautizando con sus apellidos no pocas especies nuevas de tenebriónidos, descubiertos por ellos para la ciencia mundial.
Pero también fue un “naturalista”, en el sentido de que supo comprender como pocos la complejidad y riqueza de la Naturaleza y la variedad casi infinita de sus pobladores, constituyéndose ésta en un riquísima maraña de relaciones entre atmósfera, flora, fauna, suelo y subsuelo, lográndose un dramático e inestable equilibrio, del que no cesaba de admirarse. Este “tejido” relacional, lo llevó a interesarse y a conocer no sólo las especies animales mismas, que con tanta acuciosidad colectó, sino más aún, a estudiar y profundizar en la flora  y ecología de las especies.
Cuando recién se ponía en uso el término “ecología”, ya Lucho hacía “ecología profunda”, hurgando en las relaciones más hondas entre los seres vivos y su medio, buscando siempre los “porqués” de sus peculiares formas y figuras. De ahí brotará su interés por salir a terreno con especialistas de otras disciplinas: botánicos, geólogos, biólogos y zoólogos de las más distintas especialidades; geógrafos, antropólogos, arquitectos, dibujantes, fotógrafos, todos los cuales le mostraban otras facetas de la Naturaleza, incomprensibles o inexplicables para el tratamiento puramente biológico. De todos estos especialistas, Lucho obtenía no pocas claves secretas para “entender” en profundidad (“intus legere”), los enigmas que le deparaba la biodiversidad insospechaba que le ofrecía, en toda clase de ecosistemas y biótopos, la madre Naturaleza. Lograba así Lucho dialogar de verdad con todos los otros investigadores de la realidad circundante, aportando con mucha modestia -sin jamás imponer sus puntos de vista- sus propias concepciones o hipótesis, frutos de su increíble experiencia de campo. Porque el “lenguaje” casi críptico de la mayoría de los demás científicos naturales, le era perfectamente familiar: se sentía a sus anchas entre ellos.
Nos llamaba mucho la atención la forma respetuosa y el interés profundo que ponía en cada una de nuestras observaciones o sugerencias, descubriendo en ellas “semillas de la verdad total”. Tenía una avidez contagiosa por aprender, la que contrastaba fuertemente con la no pocas veces petulante y “academicista” posición de ciertos científicos que creen saberlo todo a través de los libros. ¡Qué conciencia tenía Lucho, tras su larguísima experiencia de contacto vital con la naturaleza viviente, que todas nuestras explicaciones o hipótesis no son sino meros “intentos” (por definición, transitorios o insuficientes) por explicarse una realidad de suyo complejísima y, además, inabarcable para una sola mirada!. Por eso propició y fomentó con energía el trabajo en equipos científicos multidisciplinarios.

Precisamente por eso, llegado el momento, participó gozosamente en aquella gloriosa empresa , que se titulara “Una Expedición a Chile” , en la que distinguidos científicos, dibujantes y pensadores, se unieron para “pensar a Chile” desde una perspectiva nueva, más global, más ecológica, más pedagógica. (1974-1978). Más aún, una vez constituído el equipo, Lucho pasó a ser, en forma enteramente natural, el hombre clave, el pilar sustentador del esfuerzo colectivo, aportando su riquísima experiencia y su vitalidad, de las que muchos carecíamos por entonces
. Por eso fue también el portavoz natural y el “alma” de su nuevo proyecto de la "Ecohistoria de Chile" , iniciativa desgraciadamente fenecida antes de nacer. Por eso, también, desde temprano contribuyó a formar la Sociedad Científica Claudio Gay y, más tarde, sería el creador, gestor y alma del “Instituto de Estudios y Publicaciones Juan Ignacio Molina” (1978), consagrado a los estudios sobre la Naturaleza chilena, entidad que aún hoy conserva su legado, su biblioteca especializada y sus valiosas Colecciones.
Pero quiero recoger también en este postrer homenaje, otro aspecto del legado espiritual de Luis E. Peña Guzmán. En no menos de 30 cartas, que celosamente conservo, Lucho me iba dando cuenta de sus dificultades, a la vez que me informaba, con mucho detalle, de sus descubrimientos científicos. Mucha envidia se fue gestando en torno al quehacer científico de Lucho. Mucha recelo y desconfianza, precisamente en el seno mismo del gremio científico que prohijaba su especialidad: la Entomología. Envidia explicable, en parte, dada la penuria en que se desarrollaba la labor de muchos científicos chilenos, carentes de los medios más indispensables para investigar la realidad en terreno. La capacidad demostrada por Lucho de sobrevivir honrosa y decorosamente como científico libre, y su insistencia siempre repetida de que era perfectamente posible hacer mucho con muy pocos medios, despertó el recelo y a veces el rencor de algunos, que veían así criticada su falta de trabajo de campo o su producción científica.

Esta oposición se reveló lamentablemente en el momento en que un grupo de científicos, sus amigos, de las más variadas disciplinas de la Ciencia, decidimos lanzar la candidatura de Lucho al Premio Nacional de Ciencias en 1994. Mientras del extranjero, llegaban cerca de cien cartas de connotados especialistas zoólogos, ornitólogos, entomólogos o botánicos, aplaudiendo su gigantesca labor y producción científica, y destacándolo como el más grande entre los más grandes entomólogos chilenos de todos los tiempos, algunos de sus pares chilenos prefirieron callar. ¿Mezquindad humana? ¿Incapacidad de reconocer la posibilidad de la existencia de méritos logrados en base a la experiencia y conseguidos fuera del curriculum universitario normal?. Si Lucho no se formó como biólogo en las aulas universitarias, sus maestros fueron los centenares y centenares de científicos, de todos los países, los que le “enseñaron” , en terreno, las peculiaridades y características de las especies que el les ayudaba a colectar, por haber llegado a conocer exactamente, como nadie, su habitat y sus costumbres.
Nos consta la acuciosidad con que preparaba sus trabajos científicos, revisando toda la bibliografía pertinente, encargando la que le faltaba, o haciendo traducir los textos del alemán o del ruso, que el mismo no entendía. Sus trabajos sobre las distintas especies, y las concienzudas revisiones de varios Géneros del grupo de los Coleópteros Tenebriónidos (su especialidad), revelan una preparación larga y cuidadosa y el estudio acucioso de las mejores colecciones del mundo. Aprendió las “técnicas” de su especialidad científica, laborando codo a codo con los mejores del mundo, haciéndose corregir por éstos, y aceptando humildemente sus consejos. Así , con paciencia infinita, ardua dedicación y notable honradez científica, llegó a escalar el lugar que hoy ocupa en la ciencia entomológica mundial, como el mayor especialista en especies sudamericanas, en el campo de estudio de los Tenebriónidos y uno de los mejores en el campo del estudio de los Lepidópteros (mariposas) y Odonata (libélulas) del extremo sur de América. Sus 6 libros especializados sobre estos temas, así lo confirman.
Personalmente, debo a Lucho el haberme impregnado del convencimiento de que el estudio del hombre era inseparable del estudio del medio ambiente natural en que vive; de que el hombre primitivo no solo conocía sino utilizaba asiduamente la mayor parte de las especies de la flora y fauna de su habitat; de que el estudio de la biodiversidad es fundamental y urgente hoy en día, en que tan rápidamente van desapareciendo los “sistemas naturales” de bosque, estepa, puna, costa o desierto, por efecto de la creciente ocupación y depredación humana. El hombre lo invade todo hoy, y estamos a punto de perder para siempre más de la mitad de las especies entomológicas, zoológicas o botánicas, pobremente conocidas o absolutamente desconocidas, que pueblan todavía muchos rincones poco conocidos de nuestro territorio.
Con pesar se refería a la angustia que experimentaba al volver a pasar, tras 30 o 40 años de ausencia, por lugares donde ya nada quedaba de la antigua cubierta vegetacional, y, por ende, de su antigua y riquísima fauna. Con inmensa satisfacción y alegría colaboró con los esfuerzos desplegados por CONAF por preservar, para las futuras generaciones de chilenos, ecosistemas que mantienen la biodiversidad, tan rica y abundante en nuestro país . Y en este sentido, muchos de sus sencillos artículos escritos en revistas para niños como “Mampato”, o su obrita: “Aventuras de don Custodio Campos Silvestre” merecen el calificativo de valioso material pedagógico, que debería ser decretado y usado como material de apoyo a la educación ecológica de los niños de nuestro país, de la que él fuera uno de sus más destacados pioneros.
Tuve la fortuna de salir varias veces a terreno con Lucho, y gozar por semanas de su compañía, de su sabiduría y de su camaradería científica y humana. Estas salidas, a veces por casi un mes, fueron para el que esto escribe, una ”escuela” inolvidable, la mejor “escuela” que haya tenido en su vida. Porque en ellas, y solamente en ellas, se puede sopesar cuál es el temple y la valía de un experto, como hombre, como científico, como compañero de vida. Haber gozado de su presencia en mi hogar, haber disfrutado de sus viajes científicos y de sus enseñanzas, ha sido para mí un gran privilegio, tal vez, el mayor de mi vida.
Al cumplirse en estos días ya dos años de su alejamiento, nos queda vivo y palpitante su rico legado científico y humano: sus variados libros sobre mariposas, coleópteros e insectos de Chile, y sus más de 300 artículos científicos; pero queda, sobre todo, el legado personal, que a fuer de una potente “transfusión de sangre”, nos dejara en herencia: el amor a la Naturaleza y el anhelo por preservarla para las futuras generaciones, en su riquísima biodiversidad y en su notable capacidad adaptativa a los más diversos ecosistemas y habitats.

Creo que si Lucho aún viviera, podría repetir con justo derecho, lo que exclamara el vate latino Horacio, llegado al cenit de sus existencia: “exegi monumentum aere perennius, regalique situ piramidum altius; non omnis moriar”. (“He levantado un monumento más duradero que el bronce, más alto que el sitial de las pirámides reales; no moriré del todo”).
Lucho: tu no has muerto del todo; amén de nuestra común fe cristiana en la resurrección, que nos pregonara Cristo, tu seguirás viviendo entre nosotros en tu simpatía, en tu honestidad científica, en tu capacidad de entrega a la causa de la ciencia, en tu anhelo por predicar el respeto irrestricto a la Naturaleza. Seguirás vivo entre nosotros por siempre, y te encontraremos en cada insecto, en cada cactus, o en cualquier paraje solitario donde el cielo se toca con la tierra".

Dr. Horacio Larrain Barros (Ph. D. Antropología)
Antropólogo Cultural y Arqueólogo, Universidad
Arturo Prat y I.E.C.T.A., Iquique.
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Hoy al avanzar el siglo XXI, no dudo en reafirmar las mismas ideas que expresara hace once años, al acercarse la fecha de su tránsito, un 27 de septiembre. El potente legado de Luis Peña "no ha caído a la vera del camino" -como en la parábola evangélica- para ser pisoteado por los viandantes, sino que ha caído por fortuna  en tierra buena y fértil, apta para la cosecha venidera. Porque hoy son legión los que empujan el carro de la defensa ecológica y de la eco-antropología, a la siga de uno de los grandes maestros chilenos del pasado reciente: Luis E. Peña Guzmán.

1 comentario:

Anónimo dijo...

yo usé la obra: aventuras de don custodio" en mi clase, es un muy buen material, me encantó y se los recomendé a los niños!